Descubriendo los fiordos noruegos

por Josep Prats

Antes de viajar a los fiordos noruegos, con la ayuda de nuestro ‘amigo’ el Google-maps ampliamos el perfil de la zona que íbamos a visitar. Un perfil muy especial, sesgado por incontables tajos que recortan sus costas, aquello que tanto nos costaba reseguir cuando de pequeños el profe de la escuela nos hacía calcar el mapa de Europa.

Estos tajos son los fiordos noruegos y la puerta de entrada a esta obra de arte de la naturaleza es la ciudad de Bergen. Por allí empezamos.

Bergen, puerta de entrada a los fiordos noruegos

En tres horas y cuarto de vuelo desde Barcelona ya estábamos en esta preciosa ciudad noruega de 275.000 habitantes. Vueling tiene buenísimas ofertas. Irás ‘apretado’ pero el viaje es corto. Vale la pena. La primera impresión de Bergen es de una ciudad cómoda, alegre, pensada para las personas, para los niños, para la gente de todas las edades, repleta de cultura y personalidad.

Aunque hay bullicio –y más en fin de semana, que fue cuando llegamos- a la vez se respira sosiego. La gente se mueve pero no transmite sensación de estrés. Está rodeada por múltiples islas y escoltada por siete montañas. Llegamos a media mañana, dejamos nuestros bártulos en el hotel, sencillo pero muy céntrico. Hacía un día radiante.

Y como Bergen es un lugar con un promedio de nubes y lluvia anual muy elevados, aprovechamos el precioso sol para subir a una de estas colinas: El monte Floien. Se asciende por un funicular que sale cada quince minutos. La estación está en el centro, se puede ir andando. En su subida a la cima alcanza 320 metros de altura. Os recomendamos los asientos de delante del funicular, en la subida y en la bajada, así tendréis la sensación de que activáis un zoom con vuestros ojos.

Desde arriba se tiene una panorámica espectacular del casco urbano, el perfil y colorido de sus edificios, de la bahía, del puerto. La perspectiva desde las alturas nos dio la dimensión de Bergen: una ciudad que respira, nada masificada ni machacada por edificios antiestéticos, abrazada por el azul del mar.

Nos pasamos un par de horas recorriendo cómodos y bien señalizados caminos deteniéndonos en miradores para tener diferentes ángulos de vista. Hacía sol y calor. Gente en manga corta. ¡No parecía Noruega!

La ciudad de Bergen

La ciudad de Bergen, vista desde el monte Floien

Bryggen, el barrio-icono

Bergen es una ciudad para patear. En el centro todo está relativamente cerca. Lo mejor es coger un mapa e ir en busca de sus lugares emblemáticos y rincones pintorescos. En apenas diez minutos después de dejar el funicular de regreso ya estábamos en Bryggen, el barrio- icono de la ciudad.

Está en la orilla oriental del puerto y lo dibujan sus edificios de madera, pintados de colores vivos, con tejados de forma triangular. Lugar de ocio, de paseo y para disfrutar del sol –cuando reluce en todo su esplendor, que no son muchos días al año- en sus múltiples terrazas. Como era hora de comer, nos sentamos en uno de los múltiples bares.

Detrás de nosotros, el rojo, amarillo y blanco de las ilustres casas de madera. Delante, sobre la mesa, un magnifica ensalada Ceasar. Saboreamos la comida, pero también el lugar, punto de fusión de la gente de la ciudad con el turismo. Clima alegre, cívico y para muchos vacacional. Gente pero no revuelta. Estábamos frente al magnífico escenario del puerto de Bergen.

Libro en mano retrocedimos un poco en la historia. Estas casas de madera flamantes de colorido son la herencia de los comerciantes de la Liga Hanseática. Fue una de las organizaciones económicas y políticas de mayor poder e importancia en Europa entre los siglos XIII y XVI.

Era una asociación de origen alemán y carácter mercantil que agrupaba varias ciudades de Alemania, Inglaterra, Países Bajos, Polonia, las actuales repúblicas bálticas y Escandinavia. Dentro de esta organización, Bergen ocupó un lugar muy importante.

Durante más de dos siglos la ciudad estuvo dominada por mercaderes alemanes que fijaron su residencia allí. Fomentaron un enorme desarrollo político y económico de la ciudad, que durante mucho tiempo fue la más importante de Noruega. Pero esta colonia de comerciantes alemanes vivían encerrados en un barrio dentro de la ciudad, como si fueran un ghetto.

No se relacionaban con los nativos, estaban prohibidos los matrimonios con ellos, mantenían sus costumbres, forma de vida, tradiciones incluido el idioma. De hecho el nombre del paseo marítimo es Tyskebryggen, que se traduce como ‘muelle de los alemanes’.

Curiosa paradoja histórica: Aquellos edificios de madera que cobijaban a una comunidad que no quería relacionarse con los noruegos, ahora resulta que es uno de los emblemas de Noruega.

Para entender mejor la vida de esta elite alemana en Bergen, lo mejor es adentrarse por las callejuelas, patios interiores y recovecos que hay detrás de las multicolores fachadas de las casas de madera. Respiraremos la atmósfera de aquel barrio hanseático, con sus paredes construidas con tablones, puertas, ventanas, escaleras y peldaños manufacturados por carpinteros, soportales con recias columnas de madera.

Y a madera huele todo este estrecho laberinto de casas que fueron almacenes, oficinas o viviendas de aquellos comerciantes hanseáticos. Ahora se han convertido en estudios, talleres de artesanía, tiendas o restaurantes. Su cuidadísima conservación ha merecido el título de Patrimonio de la Humanidad concedido por la UNESCO. No tengáis prisa en recorrer este barrio/ghetto. Es un paseo por la historia.

barrio de Bryggen

Las casas de madera y fachadas de colores del emblemático barrio de Bryggen

Como la tarde seguía igual de reluciente y calurosa que la mañana, nos fuimos al Lille Lungegardsvann, el parque que se halla en el centro de la ciudad, ocupado por una laguna con forma de octógono irregular, con una preciosa fuente en el centro. No puede hablarse de pulmón de la ciudad porque no hay gigantes de cemento que agobien.

Al contrario, desde allí pueden contemplarse las pequeñas casas de colores que se encaraman por los montes, un elemento más que da personalidad a Bergen.

Luego llegamos a una zona más concurrida, la avenida Torgallmenningen que conduce a la zona del puerto. Es ancha y peatonal, flanqueada por tiendas de moda y jóvenes amantes de la música que acompañan con sus instrumentos este entorno de tanta vida.

Lille Lungegardsvann

Lille Lungegardsvann, un parque en el centro de la ciudad ocupado en su mayor parte por un precioso lago

Nuestro segundo día amaneció nublado. Bergen fue el Bergen de las estadísticas, el de los 275 días al año nublado o con lluvias. Una postal distinta al Bergen soleado y veraniego del día anterior, una de las excepciones que confirma las estadísticas meteorológicas. Nos gustó esta versión.

Nuestro plan era patear la zona no turística, de callejones estrechos y empinados, casas primorosas de madera, plazas floreadas. Desde nuestro hotel salimos en dirección contraria al centro, en 20 minutos habíamos llegado al Akvariet , el acuario, en el extremo de la pequeña península de Nordnes, que divide el puerto.

Hay tres piscinas exteriores, en las que se pueden ver pingüinos y focas, y tanques, muy bien documentados, con todo tipo de peces. También hay una serie de interactividades que dan dinamismo a la visita, sobre todo si se va con niños. Si no se quiere ir a pie o en bus, desde el puerto hay un barquito que hace el recorrido hasta el acuario.

puerto de Bergen

Atardecer en el puerto de Bergen

Nuestra visita fue rápida, después pasamos por una antigua fortaleza y empezamos a descender por calles adoquinadas, empinadas, sin trazados simétricos, adornadas por los colores de sus casas que las encajonan. Rincones con flores, limpieza, gente amable.

Un Bergen genuino, donde respiras el día a día de sus gentes. Fue una delicia pasar por ahí. Es muy distinto al Bryggen turístico. Fuimos a parar al Den National Scene, el Teatro Nacional, un interesante edificio. Seguimos dando vueltas por callejuelas.

Era el sábado de la final de la Champions. En más de un taberna ofrecían como reclamo el partido por la tele. ¡Y eso que a los noruegos no les iba nada! Llegamos a la selectiva Olle Bull Plass, una zona de bares y discotecas decorados al último grito, donde se concentra la marcha los fines de semanas.

Es un lugar para jóvenes. Los maduros prefieren las cenas y las copas de la zona del puerto. Pero no es una regla fija. Por cierto, Olle Bull fue el violinista más famoso que ha dado Noruega. En este bulevard hay una estatua suya, violín en ristre, encima de una pequeña cascada.

Más abajo, en unos jardines cerca del lago, la estatua de otro ilustre, el compositor universal, Edvard Grieg, cuya cabeza de piedra es un lugar privilegiado para las gaviotas con instinto de vigía.

El corazón de la ciudad

Por la peatonal Torgallmenningen nos dirigimos al Mercado del Pescado, uno de los lugares más celebres de la ciudad. La visita tiene que ser pausada y gastronómica. Está situado en el Torget. Es la plaza más animada. Se abre al puerto. Recomendamos ver y oler el pescado fresco expuesto con gran limpieza y gusto.

En el mismo Torget hay unas carpas con mesas bajo su cubierta. Unos mostradores presentan en bandejas todo tipo de variedades de piezas del mar. Puedes recorrer tranquilamente esta suculenta oferta y diseñar tu propio plato. Cuando has elegido, señalas al camarero qué pescado quieres y si deseas combinarlo con mariscos o vegetales.

Aunque el salmón estaba buenísimo, fue una comida rápida. Quedaban cosas por ver. Recorrimos el paseo marítimo, hasta llegar a la fortaleza Bergenhus Festning. Cerca, por la parte trasera de los edificios de madera del Bryggen se encuentra la mole de piedra de Mariaken, iglesia de Santa María. Es una de las pocas construcciones románicas de Noruega. Con sus 850 años de historia es el edificio más antiguo de Bergen.

Por callejuelas empedradas, más o menos paralelas (como dijimos, el plano de la ciudad no es simétrico) al paseo marítimo, por detrás de los emblemáticos edificios de fachadas de colores, llegamos a la Domkirken, la Catedral. No tiene la majestuosidad que se le supone por su nombre.

Es una austera construcción de piedra blanca y madera con poco atractivo visual, pero refleja los tortuosos años de existencia desde su fundación en el siglo XIII. Incluso se pueden ver en los muros de su torre huellas de disparos. Es genuino y le da personalidad a esta zona.

En el lado opuesto, en la continuación de la peatonal Torgallmenningen emerge a en lo alto de una larga cuesta que termina en una empinada escalinata la Johanneskirken, la Iglesia de San Juan, mucho más estética que la Catedral. Es neogótica, de apuntadas y altas agujas.

Muros de ladrillo y de tejados de color agua marina. El esfuerzo por subir hasta allí queda compensado por la magnífica vista que ofrece de la arteria principal de la ciudad con el Torget al fondo. Seguimos recorriendo estas calles llenas de sabor hasta llegar de nuevo al puerto. Queríamos despedirnos de Bergen desde el corazón de esta ciudad.

Torgallmenningen

Vistas de Torgallmenningen, una las arterias principales de la ciudad

Destino los Fiordos Noruegos

A las nueve de la mañana del siguiente día ya estábamos en la oficina de Avis (calle Nygardsgaten 23). Era domingo. Poca gente en las calles. En poco más de veinte minutos ya estábamos circulando con un Ford Fiesta. La carretera E16 era la que nos iba a conducir a la zona de los fiordos. Hay que ir con mucho cuidado con la velocidad. Hay controles fotográficos y lo aconsejable es respetar las señales.

Además, el paisaje esta tan bonito que invita a tomártelo con calma y disfrutar del entorno. No hay peajes con barreras. Los coches de alquiler ya llevan incorporado el tele-tac. En poco menos de dos horas ya estábamos en Voss, una población de 14.000 habitantes, acariciado por un precioso lago. Nos sentamos en un chiringuito junto a la orilla. Como si estuviéramos en un espectáculo.

Delante nuestro, montañas, que aún conservaban nieve en su cima, salpicadas de casas blancas y rojas en su falda verde reflejadas en el agua como si fueran un espejo. Aunque la postal era preciosa y transmitía calma, no estuvimos mucho rato allí pero fue el anticipo de las maravillas naturales que nos aguardaban.

Habíamos reservado una cabaña en la zona de Sogndal, una pequeña localidad en el extremo de uno de los brazos del fiordo Sognefjorden. Quedaban unos doscientos kilómetros por delante. En el mapa habíamos visto que un ferry salía de un pueblecito llamado Gudvangen hasta Kaupanger, localidad muy cercana donde estaban las cabañas.

Podíamos así ahorrarnos muchos kilómetros. Pero no llegamos a tiempo. No hubo más remedio que ir por carretera y ¡túneles! Para conducir por Noruega hay que mentalizarse para pasar tiradas largas por debajo las montañas. Pero los túneles están muy bien señalizados y buena luz en su interior. Hay señales que te indican los kilómetros que has hecho y los que te quedan. Además, los noruegos son muy prudentes.

Nos desviamos para conocer Flam, un pueblecito de 350 habitantes en un extremo del fiordo Aurlansfjorden. Hasta allí llegan los cruceros. Había uno atracado, a pocos metros de las casas. Era mole gigante, un monstruo discordante con la belleza del entorno.

El amarillo de su chimenea contrastaba con el verde de las montañas. Había más gente dentro de la embarcación, que habitantes en el pueblo. Es un centro neurálgico para quienes les gusta viajar en cruceros. Desde aquí se pueden contratar excursiones y recorridos en barco por los fiordos.

Es una zona muy bien cuidada, con todos los servicios para el turismo. Para nosotros, demasiado masificada. Pero cada uno tiene sus gustos.

Skjervsfossen

Skjervsfossen, una cascada a pocos kilómetros de Voss

Retomamos la carretera y en media hora llegamos a la ‘madre’ de todos los túneles de Noruega: el de Laerdal. ¡24 kilómetros encerrados bajo la montaña! Es una gran obra de ingeniería. Para hacerte más confortable el trayecto, hay zonas en su interior iluminadas de color azul.

Tienes sensación de que atraviesas un bloque de hielo. La verdad es que te relaja. Más adelante, después de pasar Laerdal, dejamos la E16 y cogimos la 5. Esta carretera se corta de golpe. Hay que pasar al otro lado del fiordo en transbordador. Son apenas 10 minutos (…y también 10 euros). Ni tan siquiera hace falta que te bajes del coche. Este tipo de transbordadores son muy comunes en la zona de los fiordos.

Media hora después de pisar carretera firme llegamos al camping donde habíamos reservado la cabaña. Estaba muy bien. Habitación grande, salón, escritorio, cocina equipada, una pequeña mesa para comer y baño con ducha. Recomendamos está fórmula. Primero es más económica.

Segundo, más genuina. A poca distancia había un supermercado. Fuimos a por provisiones. No sin cierta dificultad ya que todo estaba en noruego… pero para un tomate, una pera, pan, lechuga, frankfurts, o agua no necesitas cartelitos.

Aurland

El pueblecito de Aurland, punto final del fiordo que lleva su nombre, el Aurlandsfjord

A las ocho de la mañana del día siguiente estábamos en el muelle de Kaupanger. Esperábamos con ansia el ferry que atraviesa el Naerofjorden, considerado uno de los más bellos fiordos noruegos  y reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Apenas ocho coches en su interior.

Dejas el vehículo y puedes subir al nivel superior. Un mirador flotante en el que puedes moverte con toda libertad. Cada ángulo es fascinante. No perdimos detalle. Apoyados en la barandilla te impregnas de una belleza colosal, de unos paisajes imponentes y a la vez tranquilos.

La mejor manera de ilustrar la definición de fiordo es navegar entre sus paredes verdes y rocosas. Si sueltas la imaginación puedes retroceder millones de años, cuando el pétreo hielo de los glaciares fue resquebrajando, como un cuchillo gigante, las montañas que tenía debajo hasta partirlas, rellenando con su lento e implacable avance, las grietas.

Una majestuosa obra de la naturaleza que el deshielo dejó al descubierto, para que el mar penetrara en las hendiduras, en las heridas que el hielo había producido en la roca. Estos largos y profundos ríos de agua salada, que recorren muchos kilómetros y se ramifican en angostos pasos entre muros de piedras, son poderosas manifestaciones de la grandeza de la naturaleza.

El camino de agua verde poco a poco iba estrechándose. Nos acercábamos al Naerofjorden, que significa ‘el fiordo angosto’. Escarpadas paredes de casi un kilómetro de altura, rellenas de vegetación, cascadas a un lado y otro, pueblecitos encajonados entre estos gigantes montañosos. Toda esta maravilla reflejada en el agua. Las dos horas y media de travesía pasaron volando.

Las cascada de Las Siete Hermanas

Las cascada de Las Siete Hermanas, por las siete caídas de agua, en el Geirangerfjorden

Dejamos el ferry y volvimos a Flam. Allí nos esperaba el otro plato fuerte de la jornada: el tren alpino Flamsbana. Es una maravilla de la ingeniería. Fue construido en los años 40, con algunos tramos de raíles con la mayor inclinación del mundo. Atraviesa zonas de belleza brutal y si miras hacia abajo, hacia el valle de Flam las vistas son vertiginosas.

En unos 50 minutos se llega a Myrdal, estación en la que se puede enlazar con los trenes que van dirección Oslo o Bergen. Si éste no es tu caso, lo mejor es comprar ticket de ida y vuelta. No hace falta que te bajes del Flamsbana. Podrás disfrutar de esta prodigiosa panorámica pero en bajada.

Los fiordos noruegos. El ferry de Kaupanger a Gudvangen

El ferry de Kaupanger a Gudvangen

Al día siguiente decidimos hacer una ruta de glaciares. En hora y media ya estábamos en Fjaerland, para nosotros uno de los pueblos más bonitos y tranquilos. Allí hay un interesantísimo museo de los glaciares. A unos dos kilómetros aproximadamente hay un desvío indicado a la derecha para ir al glaciar Supphellebreen.

Camino estrecho y sin asfaltar. Minutos después llegas a una zona donde debes dejar el coche. En este rudimentario aparcamiento, hay una panel de madera que te indica las coronas que debes pagar según el tiempo que dejes estacionado el vehículo.

Hay una cajita con bolsitas de plástico para el dinero y un buzón para depositarlo. Nadie controla. En Noruega el civismo se da por supuesto. Iniciamos una pequeña excursión hacia el glaciar. Día fantástico. El entorno era de película. La hora y media de caminata fue un placer.

Llegamos a la zona baja del monte, cuya cúspide lucía la voluminosa coraza de hielo azul que resaltaba con el color oscuro de la roca. El entorno quedaba animado por murmullo de las aguas de un torrente que arrancaba del glaciar. Por lo que leímos, estos glaciares van retrocediendo poco a poco. El cambio climático. Qué pena.

Los fiordos noruegos. El Geirangerfjorden

El Geirangerfjorden, visto desde el mirador Flydalsjuvet

El siguiente glaciar que visitamos fue el Boyabreen. No está lejos. Hay que regresar a la carretera y veinte minutos después, desviarse. Este está cerca. Es más grande, un paseíto de diez minutos te deja a sus pies. El día seguía fantástico y el amasijo de hielo azulado resplandecía. Después de un mini-bocata y coca cola en la zona de picnic cercana nos dirigimos al Briksdalsbreen.

A unos ochenta kilómetros. Se bordea un precioso lago. Cuando se llega a una localidad que se llama Birkjelo hay desviarse a la derecha, subir un pequeño puerto. En el descenso, las vistas sobre un fiordo son espectaculares. Hay que ir con calma, hay curvas.

Se llega a Loen. Desde allí, está indicado el camino hacia el glaciar. Son 20 kilómetros de carretera estrecha que compensa el precioso paisaje. Una vez aparcado el coche, hay dos opciones, subir a pie hasta la base del glaciar o hacerlo en unos curiosos vehículos que los llaman ‘trolls-car’. No pudimos ver el Briksdalsbreen en todo su esplendor porque el sol estaba declinando y no lo iluminaba. Eso sí, por su magnitud, impacta más que los anteriores.

De regreso, paramos junto al fiordo Fjaerland. Imagen de paz total. La luz de las siete de la tarde le daba un color especial. Unas barquitas, unas gaviotas, quedaban reflejas en el espejo del agua. No estuvimos mucho rato ahí. Nos quedaban unos cuantos kilómetros para llegar a nuestra cabaña. Supermercado, cena y a dormir. Al día siguiente nos esperaba el fiordo Geirangerfjorden, uno de los iconos de la zona.

Los fiordos noruegos. Panorámica del Fjaerlandsfjorden

Panorámica del Fjaerlandsfjorden

Los fiordos noruegos, regalos de la naturaleza

Por delante, 213 kilómetros. Madrugón… pero valió la pena por el paisaje a estas horas de la mañana. Cuando se llega Stryn, dos opciones: Dirección Hellesylt y allí coger el ferry (pueden subir coches) hasta Geiranger y luego regresar también en ferry. O, como hicimos nosotros, dirección Geiranger, pero por carretera. Impresionantes panorámicas.

Se sube un puerto. En la época que fuimos cerca de la cumbre empezaron los bloques de nieve, hasta formar paredes. No hay problema, las carreteras están muy bien cuidadas. Y ésta no era estrecha. Arriba de todo, en medio de un manto blanco, la carretera se bifurcaba. A la derecha, hacia Otta. A la izquierda, hacia Geiranger, por la Trollstigen, la mítica carretera de los trolls, ensortijada de curvas. La bajada es una gozada.

Parada obligada es el Flydalsjuvet, un mirador que te da una panorámica extraordinaria del fiordo. Unos metros más abajo, en un extremo, sobresale una roca en forma de proa de barco a cientos de metros sobre el valle y el fiordo. Es una de las fotos más típicas: Un valiente que salta al borde de un abismo cuyo fondo es el fiordo.

Ya en Geiranger colocamos el coche en el carril del ferry. Tuvimos suerte. Media hora después ya teníamos el Ford Fiesta en la bodega del barco y nosotros en el mirador superior para no perdernos detalle. El fiordo sólo tiene 16 kilómetros de longitud pero es espectacular. La hora y cuarto de trayecto hasta Hellessylt pasa volando.

Cada rincón es pura belleza. Paredes de verde intenso, rocas escarpadas, aldeas en rincones inverosímiles, y numerosas cascadas que rayan sus paredes, algunas con nombre: La de El Pretendiente (tiene forma de botella porque, cuenta la leyenda, cayó en la bebida al ser rechazado), la de El Velo, por la suavidad y trasparencia en la caída del agua, y la fantástica de las Siete Hermanas, siete lagrimas cristalinas que se deslizan por las rocas.

Maravilloso. Estas imágenes guardadas en la retina nos acompañaron en los doscientos y pico kilómetros de regreso.

Fiordos noruegos. El pueblo de Voss

El pueblo de Voss y sus montañas reflejadas en su lago, el Vossevangen

Los dos días siguientes los dedicamos a recorrer pueblos que se asoman al Sognefjorden, el fiordo de los sueños. Encontramos una joya, Balestrand. Casitas de colores, que parecen hechas a mano, encaradas y reflejadas en el azul verdoso del agua. Pasear por sus calles, una delicia.

Recomendamos perderse por las pequeñas carreteras, por núcleos rurales, pararse en cualquier rincón con vistas al fiordo. Con sol, con nubes, por la mañana, por la tarde, siempre los colores y los reflejos de las casas o las nubes del cielo sobre el agua cambian. Es una auténtica experiencia noruega.

Tocaba regresar a Bergen. Con mucha pena fuimos dejando aquel fascinante entorno. Un espléndido sol nos acompañó en este último día. Cuando llegamos a Aurland aprovechamos para desviarnos hacia el mirador Stegastein. El cielo despejado nos permitió una vista excepcional del Aurlandsfjorden penetrando en este pequeño pueblo. La luz del sol lo pintaba de fantásticos colores. Nos quedamos largo rato contemplando aquel panorama de postal.

Dos horas y media después estábamos en Bergen. Dejamos nuestras cosas en el hotel, fuimos a devolver el coche y volvimos a pasear por las calles de la ciudad. Nuestra despedida de los fiordos noruegos la hicimos con un sabrosísimo salmón cenando en la zona del puerto. A mediodía día siguiente volamos de regreso a Barcelona con la idea de volver a este país maravilloso del que sólo conocimos una pequeña zona.

Publicado en el Nº19 de la revista Magellan

ARTÍCULOS RELACIONADOS

Deja un comentario

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies