Nuestro viaje a San Petersburgo está a punto de empezar tras una fascinante estancia en Moscú. En la estación de la ciudad tomamos una especie de AVE que en cuatro horas nos dejaría en una ciudad muy distinta a la que acabábamos de dejar. Viaje plácido y atención exquisita. Nuestro hotel no estaba lejos de la estación. Ocho minutos de taxi para ser exactos.
Nuestro esperado viaje a San Petersburgo es ya una realidad:
Nos alojamos a dos pasos de la Avenida Nevski, la arteria principal de la ciudad. Empezaba a oscurecer. Dejamos nuestras cosas en la habitación y salimos para empezar a respirar el ambiente de San Petersburgo. Hacia humedad, viento y frío. No tardamos en llegar a la monumental Plaza del Palacio de Invierno. Estaba iluminada, sin gente. Lucía la silueta oscura de la Columna de Alejandro que veríamos en todo su esplendor la mañana siguiente.
Nos asomamos al río Neva, a su puente elevadizo. Como ya era tarde, dimos vuelta atrás y entramos en una pizzería de la Avenida Nevski. Enseguida nos dimos cuenta, o al menos fue nuestra impresión, de que San Petersburgo es mucho más cercano que Moscú, que su gente es más abierta.
Jóvenes de la mesa de al lado nos preguntaron de dónde veníamos, hablamos de cosas que suceden en el mundo, intercambiamos opiniones. Todo muy agradable. De regreso, un Zara nos indicaba que teníamos que girar a la izquierda para llegar a nuestro hotel.
La creación de los zares
Al día siguiente, bajo el esplendor del sol, empezamos a saborear la belleza de esta ciudad. Fue el sueño occidental del zar Pedro I el Grande (1672-1725) quien, tras un viaje por el continente, regresó lleno de ideas reformistas. Su obra fue la creación de San Petersburgo con el modelo de las construcciones que había visto en otros países de Europa.
La ciudad nació en 1703, en territorios arrebatados a Suecia. Ordenó construir una ciudadela a orillas del río Neva, pensada como baluarte defensivo para proteger lo que iba a ser su gran obra. En el interior de este recinto fortificado levantó la Catedral de San Pedro y San Pablo. Hacia allí nos dirigimos. Media hora andando desde nuestro hotel. Atravesamos el río y vislumbramos en el azul del cielo la dorada silueta de la aguja de su campanario.
En el interior de la fortaleza se respira el ambiente militar. El gran atractivo de la catedral son las numerosas tumbas donde descansan los restos de la mayoría de zares y zarinas rusos, desde Pedro el Grande hasta Nicolás II y su familia. Es un repaso a la historia interesantísimo.
El precioso día animaba a patear. San Petersburgo es una ciudad surcada por canales. Un viaje a San Petersburgo es un viaje a otra Venecia, igual de bellas las dos. Una manera de recorrerla es precisamente en barca. Nos acercamos hasta el puente Anichkov sobre el río Fontanka. Allí iniciamos nuestro paseo por la red de canales.
Es fantástico ver las joyas arquitectónicas de la ciudad desde esta perspectiva. Pudimos admirar la imponente fortaleza que acabábamos de visitar, el Palacio de Invierno, que alberga el museo Ermitage y cuando entramos en el canal Griboedova encontramos de frente la preciosa Catedral de San Nicolás de los Marinos, una joya azul y dorada.
Fueron dos horas pasando por debajo de puentes flanqueados por nobles edificios, con la silueta de las cúpulas dibujadas en el cielo. La más visible, la de la Catedral de San Isaac.
Después de este recorrido, que pareció transportarnos siglos atrás, visitamos este imponente edificio. A ambos lados se ubican dos estatuas ecuestres. La llamada Jinete de Bronce, uno de los símbolos de San Petersburgo, dedicada a Pedro el Grande y otra, dedicada a Nicolás I, se aguanta sobre las patas traseras de su caballo.
Un impresionante conjunto monumental. Recomendamos subir a la cúpula de la Catedral de San Isaac. Desde allí se disfruta de una fantástica panorámica.
Se puede dar la vuelta para gozar de distintas perspectivas. Es la mejor forma de visionar la retícula de calles y canales que dibujan la parte monumental de la ciudad. Nosotros la visitamos de día y de noche. Con luces, la Plaza de San Isaac es espectacular, sobre todo las siluetas de las estatuas ecuestres.
Moverse a pie por el centro es fácil y cómodo. No hay subidas. Desde la embarcación, nos habían impactado las torres de la Catedral de San Nicolás. Queríamos disfrutarla de cerca Llegamos a través de jardines, puentes y calles estrechas. San Petersburgo auténtico. La armonía de sus torres, el suave contraste del color oro y azul de sus cúpulas y fachada transmiten sensación de sosiego.
Está un poco alejada del centro, pero vale la pena acercarse, visitarla por dentro. Es la catedral a la que los habitantes dispensan más cariño. Es el lugar de acogida a los más desamparados.
De nuevo en la Calle Nevski, hicimos un alto en el Café Literatury. Es un emblemático edificio esquinero, con una preciosa cúpula en su vértice superior. De hecho, es una librería en cuya segunda planta hay servicio de bar.
Recomendamos picar algo junto a los ventanales. Enfrente, luce con toda su fuerza la Catedral de Kazan. Después de observarla dando cuenta de los bocadillos, ya con fuerzas repuestas fuimos a visitarla. Sólo tuvimos que pasar la calle. El emperador Pablo I quería reproducir la forma de la Basílica de San Pedro en Roma, pero no pudo completar su obra por cuestiones económicas. De todos modos, es un edificio magnífico que hay que visitar.
Muy cerca, al otro lado de la avenida, flanqueando el canal Griboedova, se llega a la Iglesia más bonita –para nosotros, por supuesto- de la ciudad: La Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada. Tiene su historia. Fue erigida en el lugar exacto del atentado contra el emperador Alejandro II en 1881. La iglesia se inaugura en 1907 y fue financiada con aportación de creyentes de toda Rusia en memoria del zar asesinado. Tiene cúpulas bulbosas, de colores, que recuerdan a la Catedral de San Basilio en Moscú.
Hay que tomarse tiempo para disfrutar de este fantástico edificio: Observarlo desde su fachada anterior y posterior. Visitamos la iglesia con luz de día e iluminada por la noche, cuando el colorido de sus cúpulas luce con más fuerza. Su interior no tiene desperdicio: Preciosos frescos, iconos en hornacinas, exquisitos mosaicos multicolores.
El tercer día de nuestro viaje a San Petersburgo lo dedicamos a otra de las maravillas de la ciudad: El Ermitage, un inmenso museo de pintura y escultura. Es imposible pensar en la ciudad sin que acuda a la mente la imagen de este colosal edificio barroco. La gran pinacoteca rusa nació de la iniciativa de Catalina la Grande (1729-1796) para guardar su gran colección de arte.
Hay más de dos millones de piezas. Nos sumergimos en este impresionante mundo artístico durante tres horas. Recomendamos hacerse un plan de visita en base a los folletos que dan con la entrada. Localizar las salas a las que quieres ir, las pinturas o esculturas que quieras ver y diseñar tu propio trayecto. Así no se pierde tiempo.
La fachada posterior de este edificio se abre al río Neva. La anterior a la Plaza del Palacio. Durante siglos esta plaza fue el corazón de Rusia. Contemplamos otra vez la Columna de Alejandro, como habíamos hecho la noche de nuestra llegada, pero con luz de día. Observamos en la cúspide la estatua de un ángel con una cruz. Según leímos, este ángel, reproduce en su cara los rasgos de zar Alejandro I.
El majestuoso Arco del Estado Mayor abraza la plaza por el lado opuesto. Como si fuera una salida, invita a caminar por las calles de la ciudad un día imperial. Es todo un placer. Una experiencia histórica. Por ejemplo, en la calle Málaia Morskaia vivió el escritor Nikolai Gógol. Y en el Gran Hotel, ubicado en el número 18, vivió el compositor Piotr Chaikovski.
Hay muchas más referencias. Recomendamos, guía en mano, recorrer esta zona, desde la Plaza del Palacio a la Catedral de San Isaac, y localizar casas relacionadas con ilustres artistas rusos.
El cuarto día de nuestro viaje a San Petersburgo nos fuimos 30 kilómetros al sur para visitar el Palacio de Verano de Catalina la Grande, el Tsarkoie Seló. Una explosión de adornos barrocos. Numerosas salas, como el Gran Salon, el Salón Azul, el Salón Ambar, nos parecieron una acumulación abigarrada de riquezas: Paredes repletas de piezas de oro, cristalería, marfil, piedras preciosas. Incluso paredes de chimeneas cubiertas con porcelana azul. Una ostentación de decorados rococó, reflejo de la vida de aquellos emperadores.
Pasamos la tarde caminando por la Avenida Nevski desde la afilada aguja del edificio del Almirantazgo, entrando en sus iglesias como la armenia y la católica, observando las fachadas de sus edificios, como la Torre de la Duma o el palacio Beloselski, entrando en algunos de sus almacenes como el Yeliseev o el centro comercial Passazh, pasando por puentes como el Anichkov, que luce estatuas de domadores de caballos, o entrando en algunos de sus cafés. El conjunto forma el perpetuo decorado de San Petersburgo.
No podemos finalizar nuestro viaje a San Petersburgo sin visitar el llamado Versalles ruso. Del muelle que queda frente a la fachada posterior del Ermitage parten unas lanchas rápidas que cruzan el golfo de Finlandia para visitar el Palacio de Peterhoff. Es el palacio que Pedro el Grande imaginó después de visitar el delirio arquitectónico de Luis XIV.
El resultado son unos interiores cargados de molduras doradas, frescos y tallas en los techos, salas repletas de detalles artísticos que abruman. Pero lo más deslumbrante son sus jardines, la Gran Cascada, con 37 esculturas doradas y 64 fuentes, el canal que conectaba con el mar y estanques ornamentales rodeados de parterres. El reflejo de la placentera y lujosa vida de los zares.
Fue nuestra última visita. Regresamos con la lancha a media tarde. Directos al hotel. Tiempo justo para hacer el equipaje y llamar al taxi que nos dejaría en el aeropuerto. Vuelo directo hacia Barcelona con el recuerdo de la grandiosidad e historia de Moscú y la maravilla artística del San Petersburgo que soñaron los zares.
Publicado en el Nº22 de Magellan