Luces, árbol, ¡acción!

por Lea Buendía

Tras una semana de oír hablar de él, hoy, por fin, he ido a visitar el pesebre que han puesto como cada año por delante del Ayuntamiento de Barcelona. He salido tarde de trabajar, así que he tenido el honor de verlo ya iluminado, en movimiento, rebosante de público y con la música a todo volumen. El lunes escuché por la radio, y más tarde por la televisión, acalorados debates sobre lo apropiado y no apropiado del montaje: parece que la ausencia de un portal, una mula y ¡hasta el buey! había hecho saltar todas las alarmas, así que no podía perdérmelo…

He subido por las callejuelas contiguas a la catedral, esquivando turistas y compradores compulsivos, pero sin rastro de manifestación alguna, y nada más llegar lo he visto claro: no es un pesebre al uso, no, pero bonito, en mi humilde opinión, un rato. La escenografía, a simple vista, es simple y llamativa: cartón, luces y enormes bolas de cristal, de esas que le otorgan a uno el poder de hacer nevar. Por la noche deja a niños y mayores embelesados.

He llegado por uno de los laterales de la plaza, así que la primera de las esferas que he visto no ha sido la de la discordia, sino una que contenía una montaña de libros con los meses del año escritos en el lomo y un pescador sentado en la cima. La competencia por una buena foto que colgar a Instagram era feroz. He dado la vuelta a la escuadra divertida. Había un poco de todo: bailarines danzando sobre zapatos y arena, arboles de navidad con señales y letreros en lo alto,  el Home dels Nassos, un personaje mítico catalán con una nariz enorme, que sólo se aparece por fin de año, y hasta unos reyes magos de lo más particulares: el magnífico pintor y escultor Joan Miró –que murió, por cierto, un día de Navidad–, el también extraordinario músico Pau Casals, y el poeta Josep Vicenç Foix, que, según leo, no sólo aporta la mirra al ‘Belén’, sino también el poema que ha inspirado el montaje.

Miro el reloj de reojo. Tengo que darme prisa o me cerrarán la Fira de Santa Llúcia, el mercado navideño que hay delante de la catedral, antes de que pueda darme un rodeo. Pero la curiosidad me puede y cierro el círculo para ver la polémica bola. Al principio solo veo cajas de cartón semi abiertas, y figuras, de esas antiguas y grandes que decoran iglesias (y el pesebre de la abuela de mi novio) entresaliendo. Luego me percato de que la caja más grande, la que está cubierta de paja, sirve de cama a un bebé. Presupongo que le habrán puesto de nombre Jesús –un nombre que, por cierto, sólo se usa en lengua española– pero a decir verdad, no lleva pulserita identificatoria, así que no estoy 100% segura.  A los pies del bebé, en las cajas aún precintadas se lee “mula”, “pastor”, “cordero”… Faltaría añadir aquello de “frágil”, pienso para mis adentros.

Ahora sí, corro hacia la catedral. Cuesta avanzar entre la multitud que se amontona bajo el puente de la calle del Bisbe, que une la Generalitat –el gobierno catalán– con la casa dels Canonges. Es sin duda una de las imágenes de Barcelona y no hay turista que se le resista. ¡Ay!, si supieran que en realidad no es gótico, sino un añadido de los años 20, cuando se rehabilitó el centro histórico de la ciudad. A lo lejos, bajando la calle, ya diviso de nuevo luces, y árboles de Navidad y mil y una decoraciones que comprar. A decir verdad, –pienso– hace poco supe que el mismísimo árbol de Navidad es también un ‘añadido’ a tan cristiana tradición. Resulta que en el imperio romano los usaron durante miles de años para celebrar las fiestas de invierno. Cortaban las ramas y decoraban sus casas con ellas durante el solsticio: naturaleza para pensar ya en la llegada de la primavera. El abeto entero se reservaba a los templos, que se vestían de gala durante el festival de Saturnalia, que se celebraba del 17 al 23 de diciembre, entre velas y antorchas. En el Templo dedicado a Saturno, en el Foro Romano, se organizaba un banquete público, luego había intercambio de regalos, fiesta grande, y hasta se disfrazaban liberados de las normas sociales. Una curiosa mezcla de Navidad y Carnaval que ponía fin al período más oscuro del año. El nuevo período de luz, empezaba el día en que nacía el dios Sol, curiosamente el 25 de diciembre, coincidiendo con la entrada del Sol en el signo de Capricornio.
Las Saturnales eran también las fiestas que marcaban el fin del trabajo en el campo, y las familias, esclavos incluidos, tenían tiempo para descansar. Curioso que sea como ahora… (y superado ya lo de los esclavos…)

Paseo entre abetos cortados y figuritas. En los últimos años veo también las típicas cajas con abetos de plástico, que antes se reservaban sólo a los grandes supermercados o superficies. En tiempos de Roma las familias que no podían permitirse un árbol real hacían pirámides con las ‘sobras’ del bosque y las decoraban como podían para que se parecieran a uno de verdad: con velas, papel y manzanas. Recuerdo que, de pequeña, en casa, teníamos bolas de plástico en forma de manzana roja para montar el árbol (que también era de plástico, por cierto), pero ahora que miro a mi alrededor, observo que ya no queda ninguna de esas bolas-manzana en las paradas que paso…, ¡Si Adán y Eva levantaran la cabeza!
Pero, a decir verdad, si miro a mi alrededor, todo sigue siendo rojo, verde, amarillo… Otro añadido, parece. Resulta que tanto el verde como el amarillo y el rojo se han usado desde tiempos inmemoriales en las vestimentas de invierno del norte de Europa. El origen del típico jersey de Reno podríamos decir, pues el motivo es precisamente ser visto entre la nieve, cual Reno con cascabeles.

Busco entre las paradas algo que pueda servir a mi cometido. Y voy tarde, pues no puedo esperar al 25 de diciembre, debo tenerlo para el 6, que es la noche que llega San Nicolás a casa.  En realidad mi casa no le pilla muy de paso pese a que según parece reside en España, porque precisamente esa noche suele actuar más por el norte de Europa, vestido ¡de rojo!, a lomos de su caballo blanco, y repartiendo chocolates, mandarinas que se trae de España y regalos que saca de su gran saco por todas las casas junto a su infatigable compañero de batallas Pedro, el negro –que sí, en su orígen era un pobre esclavo que ha ganado derechos laborales con los años–, pero desde que mi novio belga se mudó a Barcelona, a los pobres les toca dar un rodeo…

Miro a mi alrededor y no hay rastro de ellos por ninguna parte. Al que si que veo es a su imitador de éxito internacional, papá Noël. Es lo que tiene la juventud y el buen marketing, que acaban arrebatándole el puesto hasta al Santo más pintado. El tipo modernizó un poco el traje, le puso pantalones, cambió al caballo por un trineo y desde entonces no ha parado de triunfar. Cuentan que los Reyes magos, viendo la que está cayendo, ya han puesto sus barbas a remojar.

Servidora también se va con el rabo entre las piernas. Dejo la feria atrás habiendo fracasado en mi misión, y con sólo algunas postales navideñas ‘made in China’ en la chistera. Otra  inquebrantable tradición navideña que se añadió a la gran fiesta cristiana esta vez después de Cristo, concretamente en 1843, cuando el inglés Herny Cole creó la primera junto con un colega dibujante, John Horsley, para intentar relanzar el servicio de correo postal entre el populacho, que iba a la baja. Vaya, esa historia también me suena…
Los emails son a esas postales, lo que Papá Noel al pobre San Nicolás. Suerte que aún hay algunos románticos que nos emperramos en mantener tradiciones, me digo mientras entro a codazos en Portal del Ángel –muy adecuado, lo sé– , la calle comercial de Barcelona. Las tiendas están a rebosar, aunque debo decir, que no tanto como en el pasado Black Friday, el día en que el consumidor enloqueció. Que santa locura, me dije aquel día, mientras buscaba gangas entre montones de ropa. La gente se vuelve ‘turuleta’ con cualquier descuento…  Es curioso, pero esto de los regalos si que es genuinamente cristiano. Aquel día les hice un favor a los bolsillos de los Reyes Magos, y ahora me arrepiento de no haber resistido en aquella última cola para elevar a la gloria a San Nicolás.

Trazo una ruta en mi mente. Actuaré rápido. Si Dios pudo donar al mundo a su propio hijo. Yo podré regalar esa consola agotada en todos los centros comerciales., ¿no?

Ya con chocolates en mi haber, calcetines y hasta un calendario de adviento, encaro las Ramblas hacia Plaza Catalunya. Las luces se encienden justo cuando estoy a mitad de camino, y se oye un ¡ohh! tímido, pero seguro, entre la multitud.  Son bonitas. Pájaros –o quizá ¿palomas?– en los árboles y cenefas. Tampoco hay mula que valga, pienso divertida.  Recuerdo cuando mi abuelo aún vivía y quedábamos para tomarnos un chocolate cerca de aquí y comprar las figuras que se habían roto el año anterior en el pesebre, y uno de esos fondos de celofán dónde se veía nevar en el desierto (¿!?¡). En casa éramos muy poco de Belén, así que hacíamos un pueblo de invierno, sin portal, pero con muchas mulas y bueyes, ríos de papel de plata, arena de pan rallado y musgo pata negra cultivado en el jardín.
Y árbol, claro, para resguardar al Caga Tió (ese extraño tronco catalán con ojos y barretina, que caga regalos por Navidad). No lo he buscado, pero asumo que también muy cristiano.
Creo que a mi abuelo le habría gustado sin duda el pesebre de Plaça Sant Jaume.

Cruzo Plaza Cataluña, esta sí repleta de palomas, ninguna blanca, por cierto. Y a lo lejos diviso entre luces de neón mi estrella de Oriente. Y sonrío victoriosa. ¡Hay que ver lo que nos gusta la Navidad a los paganos!

Lea Buendía

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