Los ‘souvenirs’, ese oscuro objeto de deseo

por Lea Buendía

Sí, lo admito, tengo esa camiseta blanca de I love NY, con el corazoncito rojo bien grande. También un boli, un lápiz y hasta un estuche con el mapa de Londres estampado. Regateé como un león en el gran bazar del Cairo por unas 20 o 30 pulseritas negras con un gran escarabajo azul en Egipto, para regalar a todo el mundo, e hice lo propio en Cuba, rodeada de vendedoras en Trinidad, para hacerme con un fajo grande de esos vistosos collares típicos hechos con semillas. También tengo las típicas matrioskas rusas, un bonito gallo portugés de bronce que hace las delicias de mi estanteria más escondida, un ojo turco gigante que nunca he sabido donde colocar, un delantal con los tipos de pasta que me traje de Italia, y unos pendientes con cenefas griegas de lo más clásicos. ¿Llaveros? Tengo también unos cuantos. Uno en forma de zuecos amarillos de madera y otro de hoja de marihuana de cuando visité Holanda, uno con la torre Eiffel, no me preguntéis porqué, y otro, mi favorito, que además es abridor, con la forma del Manneken Pis de Bruselas. No os diré con qué abre las botellas…  ¡Ai! Así es la vida, uno la llena de souvenirs típicos y tópicos que, no sé porqué extraño capricho del destino, ejercen un poder sobrenatural sobre nosotros. No puedes evitar comprarlos y un segundo después ya te has arrepentido.

Gracias al señor, aún puedo decir con la cabeza bien alta que no poseo ninguno de esos originales y refinados bolsos, de exquisito gusto, que llevan el nombre de una ciudad impreso repetidamente en Comic Sans sobre fondo negro. Pero, ¡ai! nunca digas nunca: el turista, fuera de su zona de comfort y llevado por la emoción viajera puede hacer cosas del todo inverosímiles…

He visto cientos de veces a visitantes, normalmente ligeramente quemados por el sol, pasearse orgullosos y estupendos con un sombrero mexicano por la Rambla de Barcelona. Siempre me pregunto si, al menos, son conscientes de que México queda a muchos kilómetros del Mediterráneo… En fin, cosas así son claramente un indicativo de que el mundo de los souvenirs ha superado la barrera de lo lógicamente lógico para pasar a un plano superior: extraño y a la vez apasionante.

Y su origen, desconocido, parece tan enigmático como las formas que estos pequeños objetos de culto han ido tomando con el tiempo. De hecho, parece que lllevarse un recuerdo cuando uno viaja se ha hecho siempre, como si fuera algo innato en el ser humano. Nos ayuda a rememorarlo y las sensaciones que tenemos al observar ese objeto son similares o reflejo de lo que sentimos durante nuestra travesía.

Ulises ya atesoraba recuerdos de sus viajes –¡para regalar a sus amigos!– en La Odisea. También hay constancia de que en el siglo I d.c., un artesano romano de nombre Caius Valerius Verdullus fundó un gran negocio que bien podría considerarse el origen del souvenir moderno: los vasa potoria, unos vasos que servían para beber, y también para guardar como recuerdo, ya que llevaban una historieta inscrita explicando lo representado en el vaso. Los peregrinos griegos y romanos, además, coleccionaban pequeñas imágenes de dioses y diosas, una costumbre que se ha prolongado hasta nuestros días y que vivió su momento de gloria durante la Edad Media donde, por ejemplo, se inauguró esa tradición hoy tan afianzada de decorar los sombreros de los peregrinos con las conchas del Camino de Santiago. A las conchas se sumarían luego las capas, los sombreros y hasta los hábitos, que causaban furor entre los caminantes europeos.

Ya en el siglo XIX, esos mismos peregrinos se volvieron más aventureros, y gustaban de embarcarse en empresas más románticas y exóticas: Asia, África, América… Sería el boom de los libros de viajes ilustrados, aún hoy un magnífico souvenir. Era el principio de lo que vivimos ahora, un turismo de masas. Con la introducción de los ferrocarriles y los barcos de vapor el mundo hizo de los viajes algo mucho más accesible y menos exclusivo. Y en los países más visitados por esos nuevos turistas se fue creando una pequeña industria, en principio artesanal, que reproducía aquellos objetos por los que los turistas parecían sentir más interés.

Las grandes Exposiciones Universales, a mitad de ese siglo –Filadelfia, Chicago, Nueva York, Londres, París– darían el golpe de gracia a esta tradición milenaria convirtiendo al souvenir en algo obligado durante un viaje. No podías volver sin uno. En esa época nacieron convenciones como la boina parisina. La flamenca y el toro españoles, vendrían después, ya en el siglo XX, obra de la dictadura…

Y así, poco a poco, haciendo más grande la bola, llegamos a lo que vivimos hoy: una tipificación, por decirlo de alguna manera, de los mismos souvenirs. Hoy se han convertido en meros objetos producidos en cadena, basados en una iconografía concreta atribuida como típica a una cultura o ciudad. Todos “Made in China”, claro. Souvenirs en todo caso nada románticos que poco tienen de artesanos y que casi nada tienen ya que ver con la cultura del país, pues podemos encontrar el mismo objeto con cualquier otra iconografía en casi cualquier lugar turístico del mundo.

Y lo dice una persona obsesionada con llenar su nevera con imanes de todos aquellos lugares que visita…  Será porque en el fondo aún cumplen su función más esencial, recordarte que una vez estuviste allí.

En fin, que parece que lo interesante hoy es volver a los orígenes, o al menos combinarlos con la tradición actual: el turista debe hacerse con el souvenir “típico”  –no puedes irte de Italia sin un buen paquete de pasta, ¿no?–, Pero a la vez intentar encontrar algo que aún nos parezca artesanal, más especial y original, made en el lugar que visitamos.

Siguiendo con mi tradición de hacer googles rápidos para ilustrar mis ideas, he intentado buscar algunos ejemplos, pero he fracasado en la misión. Eso sí, he dado con un sinfín de souvenires raros, tan ingeniosamente ingeniosos como estrambóticos tales como tapas para llevar o estatuas de oro y brillantes con forma de excremento made in Asia con capacidad de alejar mosquitos, que bien merecen mención aparte.

tapastogo

He dado con diseñadores, como la artista Ola Shekhtman, motivo por el que he empezado a escribir este post, que diseña anillos que reproducen las siluetas de ciudades como París, Nueva York, Londres o Berlín –muy bonitos, por cierto– y que se pueden adquirir online. También he encontrado otras empresas, menos elegantes, que te ofrecen souvenirs de todo el mundo a golpe de click. Y ahí me he plantado.

Pase lo de comprar peluches de canguros si has tenido la fortuna de viajar a Australia, o lo de llevarte una botellita de arena de Jordania si visitas Petra, ya te cuidarás luego de qué hacer con ella… Pero comprar souvenirs  por internet sin ni siquiera haber pisado el lugar… Eso, y perdonenme las palabras gordas, es peor que comprarte el bolso con las letritas comic sans de cada país que has visitado. Porque no hay nada peor que tener recuerdos en casa que no te recuerdan absolutamente nada.

Lea Buendía

1 comentarios

Dolo López 24/02/2016 - 19:25

Original y divertido, me ha recordado a mi misma comprando compulvamente algún tipo de recuerdo para regalat a familiares y amigos. Me he reido cuándo enumeraba los típicos y tópicos souvenirs q en algún momento yo también he tenido entre mis manos.

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