Las apariencias engañan

por Lea Buendía

Hace unos meses acudí a unas conferencias en Barcelona en las que entrevistaban a Eduardo Mendoza, uno de mis autores favoritos, y sin duda el más canalla. Escuchándolo rememorar –siempre con sonrisa pícara– viejas batallas sobre sus obras, me entró el gusanillo de releer una de sus imprescindibles: La ciudad de los prodigios, una excelente radiografía de mi ciudad. Y en eso andaba cuando vinieron unos amigos extranjeros de visita.

Los llevé, claro está, a ver las joyas de la corona en Barcelona, véase, el Park Güell, la Sagrada Família,  la Villa Olímpica, las Ramblas… Lo que habría destacado como imperdible cualquier guía turística. También decidí acercarlos al Arc de Triomf (o Arco de Triunfo) de la ciudad, un lugar que pese a estar situado a los pies del parque de la Ciutadella, muy cerquita del centro histórico, parece tener un pacto con el diablo que lo mantiene dignamente aislado de la masificación y los flashes de los turistas. ¡Vaya!, dijeron ya desenfundando sus cámaras. La elegancia del paseo en que está situado los cautivó. ¿Qué batalla conmemora?, me preguntaron. La respuesta, para mi propia sorpresa, no aparecía en ninguna de las guías que portaban. Ninguna, respondí, con una de esas medias sonrisas que bien podría haber dibujado Mendoza. Y mi cabeza voló a la Barcelona de finales del siglo XIX en que transcurre el libro. Una verdadera ciudad prodigiosa donde anarquistas, rufianes, estafadores y señores de casta y pedigrí pactan y se traicionan por igual llevados por una oleada de cambio y progreso. Y en esas, entre charcos de barro, barracas en la playa, luchas de clases, pistoleros, y explosión industrial se construyó el arco de triunfo barcelonés, una reliquia de la Exposición Universal de 1888 que se celebró –no sin esfuerzo– en la ciudad. Resulta curioso todo lo que pueden esconder cuatro piedras, me dije a mi misma, y lo mucho que desconocemos los escenarios que nos rodean…
El arco, les dije, era ni más ni menos que la entrada a la Exposición, una exposición que habría de traer –además de la rehabilitación de todo un barrio– la modernización y el desarrollo industrial a la ciudad (y al país), que se dice pronto, y también un nuevo estilo artístico: curiosamente, ese famoso modernismo que llena hoy esos edificios ilustres que millones de turistas visitan al año.
Algo bélico había adquirido en un momento connotaciones bien distintas: revolución, avance, progreso. Curioso que no aparezca en las guías, dijeron. Tampoco aparecen por ningún lado los miles de obreros y anarquistas que lo construyeron, y que junto a esa burguesía emergente, marcaron el carácter industrial que ha convertido a Barcelona en la urbe que es hoy, pensé yo.
En fin, nada es nunca lo que parece…

Una vez en casa me picó el gusanillo y busqué cómo había empezado esto de las Exposiciones Universales. Fue una idea francesa, pero los ingleses la pusieron en practica a nivel mundial. Se iniciaron en Londres, en 1851, y la de Barcelona fue ni más ni menos que la segunda de la historia. Con el tiempo se convirtieron en grandes eventos políticos y sociales a nivel mundial, capaces de mover morteradas de dinero y dar empuje económico a la ciudad que las organizaba. En ellas, cada país exponía sus avances tecnológicos e industriales, y hacía gala de su potencial.

Me sorprendió leer, ignorante de mi, que esas míticas Exposiciones Universales que nos han dejado monumentos como la Torre Eiffel, en París, o el Palacio de Cristal, en Londres, son las mismas que hoy siguen celebrándose: en Sevilla, en el ’92, en Lisboa en el ’98, en Shanghai en 2010, o en Milán actualmente –por si os animáis, le queda ya poco tiempo–. También, que esto de las Exposiciones Universales fue concebido, nada menos, que para dar a conocer socialmente los logros imperialistas de las potencias mundiales del momento, mostrando elementos etnográficos de los pueblos que habían sido dominados.
Vaya, es bien cierto, pensé, eso de que las apariencias engañan… Y mi mente voló de nuevo al libro. Y no pude evitar eso de medio sonreír (pícaramente, claro), pensando en todo lo que aún le queda a uno por desenmascarar, y descubrir.

Lea Buendía

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1 comentarios

Ana 14/10/2015 - 16:57

Soy de las que le gusta aprender mientras viaja. Y también aprender de esos rincones de tu ciudad que siempre están ahi pero a veces no les das la importancia que se merecen.

Muy buen artículo!

Enhorabuena

Respuesta

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