Filipinas. Inefable Luzón

por Anna Genover i Mas

Increíbles fondos marinos, islas perdidas, naturaleza exuberante. Luzón, la isla más grande de Filipinas hechiza a sus viajeros

Quién no ha oído hablar de sirenas hechiceras capaces de turbar a tenaces navegantes y arrastrarlos hasta el más profundo de los océanos? Mi sirena me sedujo hasta un país del Sudeste Asiático, que con género femenino se erige en el Pacífico Norte con más de siete mil islas.

Fue allí donde navegué en busca de peces gigantes, exploré islas remotas para contemplar criaturas mágicas, descubrí parajes secretos custodiados por una naturaleza pura y contemplé aturdida hadas nocturnas revoloteando copas de árboles. A modo de sueño marinero, un 22 de febrero nadé entre tiburones ballena y localicé luciérnagas mariposeando manglares, en una incansable danza refulgente; todo en un día. Tal es la envergadura de la magia de Luzón, la isla más grande de Filipinas que alberga su capital, Manila.

Aterricé allí a las 4 de la tarde de un viernes de febrero. Nadie me esperaba en el aeropuerto, ni siquiera el taxista contratado, quien llegó tarde y tarde llegué al centro por un atasco de gran envergadura, jamás sufrido anteriormente, ni siquiera en la autopista 405 de Los Angeles. Las dos horas para hacer sólo diez kilómetros sirvieron para recoger información de la ciudad, para esbozar cuatro impresiones e incluso saber de la familia del conductor que con sólo 25 años ya alimentaba cuatro hijos.

Llegar de noche a Intramuros fue impactante. Los adoquines húmedos y las tinieblas propiciaron la aparición de fantasmas de antaño, de intrigas truculentas de cuando Manila hablaba español. No oí español pero sí escuché los pasos sigilosos de una procesión cristiana, de clara reminiscencia andaluza. Con portes humanos, sí, pero ayudados de una bicicleta con sidecar que albergaba el altavoz y un Cristo en tarima de ruedas. Así los cofrades peregrinaban por callejuelas estrechas de un barrio tan antiguo como oscuro.

El yipni

El yipni

Mi corto paseo Intramuros fue una excusa para estirar las piernas y acostumbrarme al nuevo horario. Llegué al White Knight Hotel donde tomé un halo-halo -fruta confitada cubierta de hielo picado y crema de leche, antes de acostarme en una cama con doseles blancos abrazados a los postes de una oscura madera maciza. No tardé en caer en un placentero y reparador sueño encima de semejante cama al más puro estilo colonial.

Tras el merecido descanso, seguí viaje a primera hora de la mañana. Al alba dejé atrás el hechizo de Intramuros para volver al moderno aeropuerto. El avión nos acogió con puntualidad británica para aterrizar en Legazpi al cabo de una hora. Allí compré un pasaje en un yipni -Jeepney en inglés -unas camionetas adaptadas para el transporte que suelen estar abarrotadas. Mi yipni no fue una excepción. Llenos hasta los topes me hicieron un hueco, a mi y a mi maleta por la que tuve que pagar un billete.

Tras diez mil baches y cien apretujones en una hora de asfalto picoteado llegamos a un pueblo de pescadores humilde, donde los turistas estaban confinados en lujosos resortes frente al mar. Sin embargo, mi maleta y yo bajamos del atiborrado transporte ante la atenta mirada de pasajeros, conductor y cobrador.

Pregunté por mi pensión, Aguluz Homestay y me señalaron una casa de techos azules en medio del pueblo, frente la calzada, con un pequeño jardín de acogida. Abrí la verja y la cálida bienvenida de Pepe y Marilyn inauguró mi nuevo hogar filipino.

Capitán y cocinero

Capitán y cocinero

Los pronósticos para avistar tiburones ballena eran escasos. Aún así a primera hora de la mañana zarpé en una embarcación filipina –bangka o vanca según quien lo escriba -motorizada. El mar de Filipinas nos acogió calmado. La paz se esfumó a la voz de «go, go, go» del kuyas -oteador en tagalo -. Saltamos de la embarcación equipados con gafas, tubo, aletas y la adrenalina desatada. Arriba la barca, abajo el gigante marino.

El agua turbia por la gran cantidad de plancton -razón por la cual se reúnen allí los animales-propiciaba la repentina emergencia. Aparecían como ballenas, con la boca abierta para sumergirse de nuevo con la barriga llena. Y así de súbito un butanding – como llaman a los tiburones ballena – de unos 15 metros pasó a un palmo de mi.

El procedimiento era siempre el mismo, saltar, nadar en la superficie y buscar por debajo los primeros indicios de movimiento animal, al tiempo que se intentaba aplacar un corazón completamente desbocado. Al principio nada se distinguía hasta tener al mismo tiburón delante de las narices. Pero pronto se aprendía a detectar lunares blancos en medio de aguas verdes. Señal que se acercaban. Estaban debajo. Pasaban rozando. Y se alejaban pausadamente. No vi uno, ni dos, ni tres ¡Vi cinco!

Al oscurecer me acerqué al río para gozar de las mágicas luces de unas hadas nocturnas muy peculiares. Pacientemente esperé el manto oscuro de la noche para ver aparecer centenares, miles de ellas. Eran luciérnagas emitiendo pequeños destellos intermitentes. Su aleteo por los árboles de la orilla recreaban una fascinante danza, capaz de destronar la majestuosidad del firmamento.

Hay más de dos mil especies de luciérnagas en el mundo pero sólo una es capaz de sincronizar la fosforescencia y proporcionar las orillas de río Donsol de una lepidóptera luminiscencia de belleza imponente. Pero si aún así, se consigue bajar la mirada hacia el río, se ve cómo el movimiento de la embarcación remueve las aguas y activa la luminiscencia del ¡plancton!

Rodeada de sonrisas

Rodeada de sonrisas

Por supuesto que ese 22 de febrero se grabó en mi memoria. Fue un día de retos cumplidos, de observación de fauna insólita, de interacción natural y también de encuentros con criaturas humanas fascinantes, plagado de sonrisas, de juegos infantiles y descubrimientos culturales.

La aventura no finalizó allí, ni tras la cena de centollos con arroz hervido y cerveza San Miguel, sino que a las 6:30 del día siguiente desayunaba arroz hervido, de nuevo, con pescado frito. Marc, el conductor del trycicle – motocicleta con sidecar tuneado – vendría a las 7 en punto -puntualidad más británica que española-para ir al Fun Dive Asia.

Tocaba avistar el islote de San Miguel, al norte de la isla Ticao que esconde el mejor coral de la zona, para luego poner rumbo al Manta Bowl, lugar donde los submarinistas serpentean fuertes corrientes acompañados de mantas. Sin embargo la aparición inesperada de un francés llamado Boris, submarinista novato, hizo cambiar los planes.

Boris y yo tendríamos que pasar toda la mañana a bordo de una tradicional embarcación, con doble batanga de bambú, balanceándonos, tomando el sol, fotografiando el paisaje azulado, a la espera de zambullirnos a las ricas aguas de la isla de San Miguel ¡Menudo sacrificio!

Donsol

Donsol

Subimos todos a bordo y zarpamos sin dilación. Saboreé el silencio de a bordo, degusté el viento, la salpicadura salada y los predominantes azules y blancos. Distraídamente miré a babor y descubrí una tierra frondosa salpicada de miles de palmeras cocoteras, pero también la predominante figura del volcán Mayon. «Sí estoy aquí, activo y soy muy peligroso».

Sonreí turbada y seguí deleitándome con el balanceo de la batanga de babor. Y a parte de un intercambio de impresiones con Boris mientras los expertos submarinistas admiraban las rayas, me pasé la mañana solazándome a bordo, emulando a una rica heredera.

Justo después de la comida – pollo con arroz y ensalada de verdura con fruta – el capitán se apresuró a poner rumbo a la isla de San Miguel al notar el cambio de tiempo. Así, al poco, nos enfrentamos a una corriente procedente del pacífico y a un viento de proa que levantaba olas capaces de marear las batangas de la embarcación.

Sosegada, sentada encima del bambú de babor, con el pie rozando el agua, atendí las leves quejas de la rígida caña, por estar más dentro que fuera del agua. Y si antes gocé de la tranquilidad, la nueva coyuntura fue tan o más placentera e hipnótica que una hoguera.

Luzón. El volcán Mayon

El volcán Mayon

Una hora más tarde divisamos la isla tapizada de palmeras. Pronto desperezaría para nadar en el jardín de coral. Nos dirigimos a la parte más rocosa, sin playa. Gafas, tubo y aletas en su sitio y me zambullí. Los submarinistas seguían preparándose. Dejé atrás la barca y pronto percibí dificultades: la corriente me arremetía a las rocas y el oleaje enturbiaba la visión del coral.

El fuerte aleteo de mis pies de pato me alejaban de las rocas, pero una ola traicionera me arrastró de nuevo. Retrocedí. Busqué refugio en una ensenada, pero allí la sombra de la montaña ocultó los colores del coral. Mis ojos siguieron la singladura de peces plateados y la de un pez payaso recién expulsado de su anémona por la corriente.

Continué nadando hasta que una ola arremetió de nuevo y me arrastró. El roce coralino arañó mi pierna. No estaba siendo nada placentera la expedición, pero seguí. Dí tumbos y aleteé con fuerza hasta la aparición de medusas, señal inequívoca de retirada.

La decepción enfrió la vuelta. Afortunadamente me dejé hipnotizar de nuevo por el crujido del bambú, el movimiento de la batanga al cortar el agua y no quise pensar en nada, ni en nadie. Solo en mi y en mi curiosa relación con el mar. Con la espalda quemada y el aftersun agotado me acerqué al mercado del pueblo – libre de turistas -para comprar crema capaz de aliviar mi espalda. Deambulé por las calles admirando la sencillez de sus habitantes y más especialmente las sonrisas francas de infantes divertidos al descubrir-me.

Al anochecer un trycicle con luces de neón azulado me acercó hasta el restaurante Baracuda, junto al mar. Recibí una calurosa bienvenida de la camarera de bellos rasgos filipinos. Me indicó que la siguiera y vi un local lleno de turistas. Y justo antes de sentarme Mikel, submarinista holandés y compañero de embarcación, gritó mi nombre mientras saludaba efusivamente.

Tenía la lengua desatada por la ingesta de tres cocteles y sentarme en su mesa fue el preludio de una embriagadora noche. Compartimos cena –sashimi de atún, salmonete y gambas a la brasa – charla, vino y muchas risas. Cerramos la noche con chupitos de ron filipino, Tanduay Dark, delicioso. Y abrazados a las camareras y demás personal noctámbulo nos hicimos la foto de familia.

Luzón. Pueblo de pescadores

Pueblo de pescadores

Al día siguiente me aventuré por el interior. Crucé aldeas escondidas en la selva, bosques de palmeras, plataneros y mangos para hallar unas cataratas. Sortee riachuelos, piedras y guijarros bajo un calor sofocante. Caminé por senderos ocultos por la vegetación.

Y alcanzar la cima significó descubrir la postal del paraíso: valle de arrozales de un verde subido, flanqueado de un palmeral inacabable que recorría la pequeña bahía hasta topar con un pequeño pueblo de pescadores. Allí de nuevo me zambullí para admirar el fondo marino. Y flotando me dejé mecer por las olas para admirar el arco iris coralino, los peces surcando el mar, las algas meciéndose… La inefable Luzón atesora grandes riquezas naturales, acuáticas e insulares.

Publicado en el Nº29 de la revista Magellan

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